El siglo XX ha sido escenario de inusitada violencia y agresión que puso en peligro la integridad psicofísica y moral de millones de personas, cuyos resabios se prolongan, insistentemente, hasta el presente. Sometidos a situaciones de permanente estrés, éste devendrá traumático o no (ocupando el territorio del distress) de acuerdo a la intensidad del mismo y a los recursos personales que puedan desplegarse en ese contexto. El estado de equilibrio requerido para una respuesta efectiva, frente a fuerzas amenazadoras y disgregantes, consiste en el activarse un complejo repertorio de respuestas moleculares, celulares, fisiológicas y comportamentales. Las situaciones de estrés desencadenan dichos procesos al percibirse un contexto o acontecimiento como hostil o desbordante de sus propios mecanismos y herramientas internos y externos. Frecuentemente se relacionan con hechos que ponen en riesgo la homeostasis y el consecuente bienestar personal. Cuando se produce el avasallamiento del Yo aparecen sentimientos confusionales, producto de una cultura hegemónica que tiende a fragilizar el mundo representacional de los sujetos. Así el «aquí y ahora» queda subrogado a los avatares de la realidad externa, bloqueando el proceso de objetualización y, a su vez, las potencialidades individuales y colectivas. Las modalidades violentas ―silentes y difusas― generan el quiebre de lazos comunitarios así como amplias y variadas exteriorizaciones biopsicosociales extendidas.