[Editorial]                                                                          

La ciencia transparente

Hugo R. Mancuso

Acta Psiquiátr Psicol Am Lat. 2012; 58(3):145-148



«(…) the interpretation of an observation-language is determined by the theories which we use to explain what we observe, and it changes as soon as those theories change»

Paul Feyerabend[1]

La problemática epistemológica y metodológica de la ciencia en general y de las ciencias de la salud en particular, ha sido presentada, para su debate, en las dos últimas notas editoriales de la presente publicación. Pero más allá de esta problemática «gnoseológica» (pura o aplicada) se nos impone otra, no menos inquietante y posiblemente más urgente: la cuestión relativa a los límites de la autonomía de la investigación biomédica independiente y de los permanentes intentos de la comunidad de especialistas para evitar fraudes, engaños y peligrosos sofismas que involucran la salud pública de miles de millones de personas.

Recapitulando, desde el punto de vista metodológico, la confiabilidad de la investigación depende de dos condiciones mínimas, indispensables y excluyentes, conditio sine qua non de una investigación aceptable, a saber: a) de la corrección y exactitud del protocolo metodológico de quien investiga; y, además b) de la independencia de cualquier influencia extraña a sus objetivos originarios. 

La afirmación precedente no nos suma a la trouppe de ingenuos o de hipócritas que idealiza una investigación «pura», exenta de errores o de, por lo menos, presupuestos involuntarios del investigador. Y ni siquiera negamos que haya intereses socialmente legítimos, incluso, que condicionen o prioricen las líneas de pesquisa.

Sabemos, desde Charles Sanders Peirce ?por citar un ejemplo del «reciente» siglo XIX, para no remontarnos al Renacimiento o a la Antigüedad? que toda afirmación fáctica puede, eventualmente, contener no sólo «errores de medición» sino también un minimum de variabilidad (i.e. relatividad no relativista) en interpretar la muestra o en la explicitación de los supuestos de la pesquisa,[2] debidos al peculiar punto de vista del observador el cual, sabemos, influye en el status epistemológico y en la observación del objeto observado.

Tratamos igualmente de advertir sobre algunos de los supuestos metodológicos de lo peor del positivismo finisecular, cientificista y dogmático, al cual con tanto esmero y eficacia criticara ya, tempranamente, el citado Peirce en sus escritos de 1860-1865... 

Sin embargo, sí nos referimos a la necesidad de que la investigación científica, en particular biomédica, sea autónoma de, por lo menos, ciertos intereses inconfesables por espurios y grotescos, que la orientarían exclusivamente a un lucro desenfrenado. En el campo biomédico los resultados recaen en la salud de los seres humanos, de miles de millones de seres humanos, muchos severamente hiposuficientes ?en tantos sentidos?[3] e incluso, una gran parte de ellos, paupérrimos, incluso menores de edad o ancianos.

Es por todo eso que se debe exigir una absoluta honestidad y transparencia a la investigación biomédica, no sólo en cuanto a la eficacia de resultados sino también a la ética de procedimientos y a los costes sociales (incluidos ecológicos) de lo producido.[4] 

El complejo recorrido de una pesquisa científica, tiene, por lo menos, dos momentos esenciales:[5] a) la investigación en sí misma, su procedimiento metodológico y epistemológico; y b) la exposición de los resultados, su publicación y difusión en la comunidad de especialistas y público en general.

La primera (la investigación «dura») suele estar bajo el control de los directores de investigación, de los consejos universitarios o de los comités de ética, gubernamentales o no gubernamentales, estatales o paraestatales. La segunda (la exposición y la divulgación) bajo los comités editoriales y científicos de las publicaciones especializadas y, secundariamente, del periodismo científico. 

Y aquí llegamos al delicado nudo de la cuestión que nos convoca. En ambos casos, especialmente en la etapa de producción del conocimiento, los investigadores deben (o deberían) declarar la total ausencia de conflicto de intereses y deben (o deberían) estar siempre obligados a un comportamiento leal y ético en la recolección, la producción y el análisis de los datos, por lo menos verificativamente correcto.[6]

Por otra parte, desde un punto de vista estrecho pero honestamente empírico-criticista, se debe recordar que pequeños «ajustes» en el desarrollo de las fases investigativas pueden, sumándose, pervertir y contaminar los resultados o, por el contrario, conducirlos por un curso predefinido. Las hipótesis deben ser, ciertamente, interpretativas de la empiria y proactivas, pero nunca conscientemente «mentirosas», falsificadoras de los hechos, los cuales, no negamos, podrán ser interpretados de modos complementarios y diversos. 

Es fundamental recordar que, a pesar de la existencia o creación de los comités éticos (oficiales o no) y del perfeccionamiento de los protocolos de investigación y de control ya existentes, en última instancia, una pesquisa, un estudio, una investigación en suma, sigue dependiendo primordialmente de la honestidad intelectual de los propios investigadores. Esto último es, simplemente, insustituible.

Sin embargo, con la exposición de los resultados del estudio, no acaban los riesgos de falta de transparencia de la investigación científica y el surgimiento de otros, nuevos conflictos de intereses ?que siempre responden a los mismos intereses lucrativos? y a la falta de autonomía. Es decir, al presentarse un artículo para su publicación, es (debe ser) evaluado por un Comité Editorial o Científico de la publicación a la cual se interpela y he aquí que emerge el problema relativo al eventual conflicto de intereses, de parte de los revisores del artículo: pues a los potenciales intereses creados de los investigadores se suman ahora, los intereses creados de lo evaluadores (que también son, mayormente, investigadores), de su mezquina humanidad y de los eventuales anunciantes de la publicación. 

A la pregunta:

-¿Qué garantías se le pueden dar a los no-especialistas (o especialistas en otras disciplinas) sobre la eticidad y la validez de una investigación? 

La respuesta más común es:

- «El estudio es válido porque fue publicado en la prestigiosa publicación X». 

O, en su defecto:

- Este medicamento es efectivo según lo establecido por un estudio publicado en la prestigiosita Revista X 

En este punto la petición de principios nos conduce, literalmente, al borde del abismo y el círculo hermenéutico se transforma en círculo vicioso, tan sólo si nos atrevemos a formular una nueva pregunta:

- ¿Quién nos garantiza la integridad, la independencia, la autonomía, la eticidad de los evaluadores/investigadores, fermo restando su competencia científica? 

Es decir, ¿quién nos garantiza ya no la sóla investigación sino la misma evaluación de esa investigación? No resulta extraño, entonces, que Paul Feyerabend, en su provocador e irreverente Contra el método,[7] haya propuesto irónica aunque seriamente, que la ciencia (sus métodos, objetivos y temas) deberían ser sometidos al referéndum del voto popular…

Ante este nuevo meta problema y para no caer en un inevitable y estéril círculo vicioso de matriz pirrónica, sólo puede asistirnos un principio rector, el primero, fundacional e ineludible de la Universitas medieval. 

Desde el siglo XI, cuando dio la luz la primera Universidad «moderna», la Alma Mater Studiorum de Bologna (cuyo estatuto definitivo data del 1088) siempre se fijó como objetivo de las universidades (i.e. de la ciencia, tal cual la entendemos aún hoy en día) estudiar «todo cuanto fuere humanamente concebible» y «desde todas las filosofías posibles» siendo este conocimiento «público y no esotérico», en el ámbito de la celosamente defendida autonomía de los ateneos, «para servicio y conocimiento de todos cuantos lo quieran aprovechar».

Es decir, lo único que puede garantizar la validez ?aun cuando sea temporalmente? de un conocimiento es, precisamente, su publicidad, es decir su carácter público (no secreto), condición de posibilidad de su eventual refutación y/o rectificación. 

Los neófitos ?todos los somos en la mayoría de las especialidades científicas? no pueden verificar por sí mismos todos y cada unos de los conocimientos específicos (en rigor ni siquiera los especialistas) en particular cuando se exceden sus propias competencias informativas, pero sí pueden verificar cuántos o quiénes lo han verificado, de modo independiente y autónomo, en cuáles y en cuántas publicaciones científicas de análoga importancia fue publicado o comentado, etcétera. Es decir, se deberá considerar, la cantidad y calidad de la muestra contrastiva (las publicaciones efectivas de las investigaciones) ya que no se puede, por lo general, verificar la pesquisa misma.[8] Esta sería una vía, efectiva aunque limitada, para valorar con una cierta confianza la aceptabilidad de un determinado conocimiento que se reputa de científico.

Pero, lamentablemente, la «realidad» empírica es un sistema altamente complejo, por momentos anárquico. Quántico. Creativo. Entrópico. Los modelos explicativos (teóricos o metateóricos) suelen ser altamente inconsistentes: por modélicos, por complementarios, por no excluyentes, al menos parcialmente: desde una parcialidad desideratamente atenta y consciente de sus limitaciones. 

Retomemos entonces la nota número tres de esta presentación. En ella anticipamos una crítica ?aparentemente mínima pero igualmente inquietante? referida a la explicitación de un supuesto de extracción realista y naturalista que subyace en el discurso presentado y que ?de permanecer implícito? mina las buenas intenciones de loables iniciativas como las del COPE u otros tantos entes gubernamentales, para gubernamentales o no gubernamentales.

En la citada nota anticipábamos una posible objeción, absolutamente válida, i.e.: «se podría argüir que no es menos grave que la “mala praxis” investigativa ocurra en las ciencias sociales o en otras ciencias naturales, en la pedagogía, en el derecho y en le periodismo» que en la investigación biomédica y anticipamos que concordábamos con esta eventual objeción. ¿Esto, es realmente así? O mejor dicho, ¿qué consecuencias pragmáticas tiene que se acepte uno u otro argumento? Reflexionemos. 

Si aceptamos que el fraude o el plagio en un estudio biomédico es más grave o peligroso que en otras ciencias biológicas o sociales, es porque suponemos que nuestra esencia es pura o excluyente o primordialmente cuerpo-biológico[9] y que la vida humana (biológica) ?no se discute eso en esta sede? es irrecuperable.

Sin embargo, ese cuidado por la vida humana «biológica», irrecuperable e irrepetible esconde o no permite focalizar que esta elección oculta las bases ideológicas de la legitimación de tal reduccionismo, que posibilita y facilita la mala praxis en la investigación biomédica. 

En realidad podríamos incluso afirmar que la mala praxis biomédica ocurre sí y sólo sí existe la complicidad de las otras ciencias fácticas, naturales o sociales. En suma, la mala praxis, cualquiera fuere, es consecuencia de una compleja red de complicidades cruzadas e interdependientes, de sustrato ideológico porque estético y epistemológico.

Ciertamente la pérdida de una vida es más urgente, pero deberíamos entender que, posiblemente, la mala praxis biomédica (investigativa, aplicativa o curativa) que ocasionó la pérdida de esa vida se debió no tanto a un «error» sino a la indiferencia naturalizada por un ambiguo juicio «social» o porque la vida humana fue hasta tal punto mercantilizada y cuantificada por una ciencia económica o por una sociología cuantitativa, no falsa sino simplemente inhumana, por inmoral y burdamente lucrativa.



[1] Thesis I. In: Realism, Rationalism, and Scientific Method: Philosophical Papers. Cambridge: Cambridge University Press; 1981 (I: 17).

[2] Ver PEIRCE, Charles S. Collected Papers. Cambridge: Harvard University Press; 1931-35. Cfr. et. Mancuso HR. De lo decible. Entre semiótica y filosofía: Peirce, Gramsci, Wittgenstein. Buenos Aires: SB; 2010.

[3] ¡Máxime en contexto psiquiátrico o psicológico!

[4] Obviamente se podría argüir que no es menos grave que la «mala praxis» investigativa ocurra en las ciencias sociales o en otras ciencias naturales, o en la pedagogía, o en el derecho y o en el periodismo… ¡Y concordamos plenamente! Por los motivos que se comentarán infra. De hecho no podrían ocurrir los unos sin los otros.

[5] Lo que sigue es necesariamente una reducción «didáctica». Se debería también recordar los procedimientos de problematización temática, la revisión y lectura crítica de la bibliografía, la explicitación del marco teórico, la reconstrucción del estado actual del conocimiento sobre el tema, la construcción de un corpus hipotético-deductivo, tareas heurísticas y hermenéuticas conexas, etcétera.

[6] Dicho en palabras pobres: no falsear, modificar o forzar los resultados de un experimento o cualquier otro procedimiento de contrastación. O más simple aún: cumplir con el 8º Mandamiento: no mentir. O sea: «decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad» (fáctica) sin mayores ocultamientos.

[7] Against Method: Outline of an Anarchistic Theory of Knowledge. London: Verso; 1975.

[8] En esta senda se ha creado recientemente el COPE (Committe on Publication Ethics) que reúne a editores, investigadores y académicos preocupados precisamente por la confiabilidad y ética del conocimiento científico actual.

[9] Sea desde una perspectiva dualista o monista, no viene al caso esta distinción en este contexto.





Buenos Aires - Septiembre 2012
ISSN 0001 – 6896