[Editorial]

Del error, de la duda y otras cuestiones conexas

Hugo R. Mancuso

Acta Psiquiátr Psicol Am Lat. 2012; 58(2):73-75



En septiembre del 2011 se difundió una noticia sorprendente e inquietante, atinente a uno de los supuestos teóricos más importantes de la física moderna, más precisamente de la física de partículas, que hizo suponer a muchos que la ciencia «ejemplar», al decir de Kant, estaba por iniciar un inminente cambio de paradigma, dando comienzo a una nueva revolución científica de consecuencias formidables.

Primera observación. La cronología de los hechos, sintéticamente, es la siguiente: luego de numerosos (no se dijo cuántos) y controlados «experimentos» (no se dijo cómo) a fines del pasado año, un grupo de especialistas toma la decisión de comunicar oficialmente, a la comunidad científica y al público en general, que la velocidad de los neutrinos podía llegar a ser superior a la velocidad de la luz, contradiciendo en consecuencia una de  la tesis centrales de la Teoría de la Relatividad General (1901) y uno de los pilares de la física quántica contemporánea. Según este descubrimiento, no era exacto (i.e. no era «verdadero») que la velocidad de la luz  fuese la velocidad límite del universo. Así, el entusiasmo de los fanáticos de la ciencia ficción, al menos por unos pocos meses, exultaba: se podría viajar (más aún ¡se podría haber viajado ya!) por el universo a velocidades ilimitadas… Las restrictivas y ahora monótonas palabras de Albert Einstein (que «un rayo de luz se mueve a 300 mil kilómetros por segundo, independientemente de si es emitido por un cuerpo detenido o en movimiento») era cosa del pasado, tanto como la física aristotélica lo fue para Galileo.

Pero, poco tiempo después, en febrero de 2012, con la misma velocidad con la que se reveló  la supuesta novedad de septiembre, se difundió ahora su desmentida (o, diríamos parafraseando a Hegel,  la «rectificación de la rectificación»). Lo sorprendente es que ambas especies provinieron del mismo y eminente grupo de investigadores internacionales encabezados por el prestigiosísimo CERN[1] de Ginebra, responsables del extraordinario experimento.[2]

No obstante (y subrayamos, nada censurable habría en rectificar un conocimiento consolidado por más que su autor fuese el mismísimo Einstein) lo que realmente resulta chocante es el modo banal, apresurado y superficial con el cual se hicieron tales anuncios: sea el primero («la rectificación»), sea el segundo, («la rectificación de la rectificación»).

Primer corolario: aún los aburridos y poco glamorosos físicos de partículas son víctimas de la sociedad de la información, de la «avidez de novedades», incluso de las «habladurías»: desean ser noticia, aun cuando esa noticia tenga más que ver con la ciencia ficción que con la ciencia a secas.[3]

Resulta patético (y aleccionador) que el núcleo duro del positivismo cientificista y dogmático del siglo XIX (la milenaria física «materialista») haya caído en semejante tentación propia de la farándula mediática, a menos que admitamos que esos físicos hubiesen, también ellos, devenido en simples tecnólogos, presos de la tecnocracia y cuyo único horizonte de expectativas es la sola «razón instrumental», víctimas de la propia egolatría, del espejismo del exitismo y del omnipresente lucro.

De la duda y del error.  Si los naturalistas contemporáneos hubiesen leído a Cartesio, sabrían que precisamente el apresuramiento (en el juzgar, en el valorar, en el hacer) es la causa del error y  no necesariamente algún defecto de nuestro raciocinio. Ante la duda, que podía resultar ciertamente insoportable, bastaría aplicar rigurosamente el método -preferentemente analítico (i.e. «dividir el problema en cuantas partes fuere posible»)- y confiar ciegamente en nuestra capacidad de razonar. De modo similar, aunque no idéntico, Charles S. Peirce consideraba que si bien la duda era insoportable para el espíritu humano, era también la condición de posibilidad de la acción, más aún, el motor de toda investigación que tiene como objetivo la superación -transitoria- del dudar. Según Peirce no era tanto o tan sólo el apresuramiento la causa del error puesto que en todo conocimiento (fáctico) se anida siempre algún potencial error de medición.

Ni Descartes ni Peirce valoran per se la duda, tan sólo se limitan a reconocer, con resignado realismo, que es consubstancial a nuestra humanidad aunque, resilentemente, superable mediante  el procedimiento investigativo y la ciencia, latu sensu. Incluso Montaigne, siguiendo las enseñanzas de los clásicos latinos, había revalorizado ya a la duda como un estadio necesario en el desarrollo de nuestra inteligencia filogénica y ontegénica y fundamental en el proceso de aprendizaje, convirtiéndose con Galileo en el método par excellence de la ciencia experimental y fáctica, merced a la aceptación del principio «del ensayo y del error».[4]

Así en la tradición de la ciencia occidental, desde Montaigne y Galileo Galilei a Peirce y Einstein, lo repudiable no fue la duda ni el error, sino el dogmatismo, es decir la no aceptación de que todo conocimiento fáctico es por definición provisorio, acumulativo y perfectible aunque no por ello necesariamente relativista.[5]

Fue el positivismo cientificista del siglo XIX que, convertido en una dogmática materialista y mecanicista, pretendió extirpar la duda del sistema ciencia, mediante la sacralización del «hecho» y del más burdo reduccionismo del «dato». Dudar ya no sería más necesario pues el espíritu positivo permitirá erradicar la duda del ámbito del conocimiento y conducir a la humanidad toda a la felicidad perpetua. El positivismo, a su vez, debería ser «expeditivo» y no deberá ni necesitará perderse en inútiles dilaciones. Finalmente, deberá conformar un nuevo sentido común: reduccionista, mecanicista, finalista y determinista. No hay tiempo para dudar; no hay de qué dudar; no se debe dudar. El conocimiento adquirido deberá ser, precisamente, definitivo y ante el más mínimo error, el espíritu positivo lo deberá repudiar de modo tajante y definitivo, repetimos, sin inútiles dilaciones.

Ergo, estamos habilitados para preguntarnos: ¿hasta qué punto el apresurado comunicado del CERN en el que se informaba acerca del supuesto error de la Teoría de la Relatividad, no se debió a un tácito y críptico resabio del positivismo más extremo en su búsqueda por una imperiosa necesidad de certeza absoluta (humanamente comprensible) a cualquier precio? Evidentemente, como mínimo, los físicos de partículas cayeron en el «apresuramiento» ya advertido hace cinco siglos por Descartes como causa última de todo error filosófico y científico y en el «error de medición», también señalado por Peirce.

Sin embargo el pensamiento científico moderno, desde su origen en las universidades medievales del siglo XI,  siempre tuvo un aliado insustituible: la desconfianza, el escepticismo moderado, el espíritu crítico. En función de él cabría preguntarse si en la ciencia postmoderna no se están filtrando, como nunca antes, intereses non  sanctos. Vale decir: el error del CERN, además de ser causado por el apresuramiento, por el error de medición y por la variabilidad de lo empírico, ¿se habrá debido también  a otros inconfesados móviles, interesados y espurios?

Veamos un indicador adicional.  En 11 de junio de 2009[6] se difundió otro grotesco «error», también mediático y a escala mundial, con consecuencias simplemente inmorales y con riesgos potencialmente  devastadores. La entonces Directora General de la Organización Mundial de la Salud, Dra. Margaret Chan, anuncio[7] un inminente riesgo de Armagedón sanitario. La gripe A se convertiría en una devastadora pandemia que causaría millones de víctimas y para la cual habría pocas esperanzas de tratamiento salvo un único antiviral que, posiblemente, no podría producirse en tiempo y forma para toda la humanidad. Además de la inmediata reacción pro activa y desinteresada de la gran industria farmacéutica para lograr producir el antiviral a tiempo (y la consecuente suba de las acciones de las empresas involucradas) se produjo por meses una psicosis absurda: proliferaron inútiles barbijos y de alcohol en gel, muchos se negaban a dar las manos y otros se recordaron que debían lavárselas con agua y jabón... Finalmente la temible gripe A resultó ser menos letal que la gripe estacional. Nadie se disculpó, nadie dio explicaciones satisfactorias y todo se olvidó en la vorágine periodística y en la «avidez de (otras) novedades» ¿Apresuramiento? ¿Error de medición? ¿Tentación mediática? ¿Exceso de celo en el arte de curar? ¿O simples intereses financieros?

Segundo corolario. Los hechos relatados resultan evidentemente inquietantes. Y confirman que el cientificismo positivista fue siempre solidario con el más desenfadado capitalismo, aquel que lucra incluso con nuestros propios y atávicos temores (que también provoca), con la salud pública (que realmente no tutela) y de la que son cómplices los grupos industriales, los gobernantes e incluso las instituciones intermedias y los organismos internacionales que deberían tutelar. En este contexto se dilata cada vez más, ante la indiferencia cómplice de los responsables, la sobre medicación, la auto medicación (legal o ilegal) y la indiferencia terapéutica. En este estado de cosas se impone una última pregunta: ¿Quién toca a los pacientes? ¿Quién los escucha? ¿Quién nos cura?




[1] Es decir, el Centro Europeo para la Investigación Nuclear. En este caso nos referimos al llamado proyecto de colaboración internacional denominado «Colaboración Opera» encabezado por el CERN y con la activa participación de decenas de universidades de todo el mundo, especialmente europeas. El experimento en cuestión consistía en lanzar desde el acelerador de partículas del CERN un flujo constante de neutrinos por un canal de fibra óptica bajo tierra, enterrado a una profundidad máxima de 11,4 kilómetros y por una distancia de 732 kilómetros. Este flujo fue enviado desde Ginebra, pasando los Alpes franceses, luego bajo el  Monte Bianco en la frontera con Italia y llegando finalmente al Observatorio de la Universidad de L’Aquila en el Monte Gran Sasso en los Abruzzos. La anomalía detectada, fuente del anuncio, es que los neutrinos llegaron de Ginebra a L’Aquila sesenta nanosegundos antes de lo que se estimaba, razón por la cual se pensó que viajaron a una velocidad superior a la velocidad de la luz (300.000 Km. por segundo). Confirmaciones posteriores demostraron que no fue así. La falla estuvo en una desincronizacion entre el reloj del GPS del observatorio y el del CERN. Lo notable es que de todos los científicos del Proyecto «Opera» (varias decenas) solo siete (entre los cuales el físico Piero Monacelli, Director del Observatorio del Gran Sasso) se negaron a firmar el pre-print del experimento, sin ulteriores controles que, por haberse realizado, descubrieron el «error de medición» para expresarlo en términos peirceanos.

[2] No nos olvidemos que el CERN compite, desde hace años ya, con el Fermi LAB por ser reconocidos como la vanguardia en la investigación teórica pura y desinteresada de la especialidad (y por obtener los eventuales e ingentes beneficios económicos derivados de sus potenciales aplicaciones…).

[3] La historia de la ciencia enseña que Galileo Galilei, Issac Newton y Charles Darwin (símbolos máximos de tres de las más grandes revoluciones científicas) dilataron, dudaron, verificaron una y otra vez, sus observaciones antes de darlas a conocer, no sólo por prudencia (que no deja de ser una virtud) sino por estricto protocolo empírico y crítico. No fue solamente el temor al escándalo o a la persecución sino el temor al error y al ridículo. O, mejor aún, el temor al escándalo del ridículo, cosa que, evidentemente ya no preocupa a nuestros físicos de partículas posmodernos.

[4] Ver Il saggiatore (Roma: Accademia dei Lincei, 1623).

[5] Recuérdese que, bien entendida, la teoría de la relatividad no es una teoría «relativista débil» sino más bien y por el contrario, una teoría de lo «absoluto», es decir de aquello que, según la física teórica, es lo único absoluto en el universo, i.e. la velocidad de la luz.

[7] Cfr. http://www.who.int/mediacentre/news/statements/2009/es/



Buenos Aires - Junio2012
ISSN 0001 – 6896