En las tres últimas notas editoriales
esbozamos las principales líneas
interpretativas del dolor, desde la Antigüedad Clásica hasta mediados del
siglo XX.
En términos existencialistas y fenomenológicos
el dolor no es un evento meramente físico sino la condición de posibilidad del
ser humano ?limitado y finito? para meditar acerca de la dialéctica entre la
vida y la muerte; entre la felicidad y la infelicidad. Aceptando nuestra
condición temporal, estamos en grado de enfrentar mejor los aspectos de nuestra
existencia que se perfilan como indefectibles «sentencias de muerte» que desde
siempre nos perturban. En la filosofía fenomenológica se desarrolló la
concepción de que las emociones son fenómenos que se deben evaluar, no sólo
como fenómenos puramente físicos, sino también como experiencias significativas
que revelan un mundo de objetos, acciones, pensamientos, actos comunicativos y
sus consecuentes responsabilidades implicadas en las mismas.
Por ello Heidegger afirma que la tonalidad
afectiva constituye el horizonte de
apertura del ente, que es el hombre (Da?sein)
respecto a sí mismo y al propio mundo: su «ser?ahí»;
el «ahí del ser?ahí» está determinado
y depende exclusivamente de su emotividad. Las emociones están en la base de
nuestro «estar en el mundo», por lo que se de?velan
como fuente de significado primordial para cada existente. Son los estados
fundamentales de la «factualidad» de nuestro «ser?arrojados» en el mundo aún antes de haber hecho algún
pensamiento o elección sobre la cuestión. Las varias emociones simplemente
están presentes como las bases constitutivas del «encontrarnos en el mundo». En
efecto, no elegimos las emociones (pàthos)
halladas al empezar a vivir las cuales, precisamente, no pueden ser cambiadas fácilmente [3].
Entre hedonismo y narcisismo. Como señala abundantemente la literatura especializada
[7, 8, 9, 12, 13], un denominador común ?aun en su absoluta heterogeneidad? de
la Posmodernidad es la proliferación del hedonismo (contracara del narcicismo)
en todos los ámbitos de la cultura, razón por la cual el dolor se convirtió en
una obsesión y tópico recurrente de la reflexión filosófica, especialmente en
sus cruces con las ciencias sociales y biológicas.
En las teorías hedonistas, el dolor es visto simplemente como una sensación
desagradable, sin ningún espesor, exclusivamente ligada a su raíz corpórea
(material), de lo cual se deriva que el sufrimiento físico debe ser combatido
como una amenaza al propio bienestar. Como se señaló, el dolor no es sólo una
percepción o una sensación (inmediata) sino también un sentimiento [14], su percepción está dada por una disminución o desorganización de las
funciones vitales del organismo (es una patología, un lamento, un espasmo)
y su sentimiento, en cambio, es el impacto de esta sensación dolorosa en la
persona comprometiendo totalmente al individuo, su proyecto vital y
búsqueda de sentido. Desde este punto de vista el dolor no sólo es una sensación física (ligada al daño
orgánico en acto, en proceso o en potencia) sino también una experiencia emotiva:
es portador de significados que van mucho más allá que al territorio de la mera
sensación física. Las emociones tienen sentido porque nos llevan a actuar en el mundo, fuera de nuestra interioridad superando las tendencias
cuasi-solipsistas.
Algunos estados de ánimo, como el dolor,
son más invasivos que otros: es prácticamente imposible experimentar un dolor
imprevisto e intenso sin que afecte el estado emotivo. En la mayor parte de los
casos las emociones permanecen en el fondo de nuestra atención aun cuando
otorgan significado y coherencia al mundo en el cual vivimos. Las emociones no
sólo influyen, positiva o negativamente, en las experiencias singulares que se
viven sino que condicionan el modo de nuestra relación con los otros. El mundo
del que sufre, del que padece un dolor es totalmente diferente del que se
siente feliz, sea en su totalidad sea en sus detalles. En rigor, el dolor no
sólo afecta al propio cuerpo sino que el entero «mundo de la vida» (Lebeswelt)
es percibido como doloroso. En el dolor físico el mundo se restringe: la
atención se focaliza exclusivamente en el cuerpo que duele y se descuidan otras
experiencias perceptivas. Sin embargo eso no significa que sea sólo el cuerpo
el que sufre. Es una agresión a la persona en su integridad. Es sufrimiento
porque es una emoción bloqueada: no
puede ser expulsada, tolerada ni integrada, sólo puede ser soportada y a veces
(sólo a veces) medicada. Por ello y a diferencia de lo ocurrido durante
milenios, ya no se busca ni justificarlo ni sublimarlo, se pretende anularlo o
por lo menos disminuirlo.
Este alejarse-del-dolor
(entendido tanto como no-goce así
como padecimiento) normalmente se
realiza recurriendo a diversas estrategias —a veces fatales—. Lo cierto es que
la Posmodernidad no sólo escapa filosóficamente del dolor sino que en la vida
cotidiana busca obsesivamente alejarse del él, tanto o más que de la muerte o
de la vejez porque, precisamente, impide el goce hedónico y lacera nuestro
narcisismo. Pero esta intentio es siempre transitoria y tiene
mucho de paradójico, tanto que no puede no ser más que «un movimiento bloqueado
de fuga» (eine blockierte Fluchtbewegung) pues si bien se busca evitar
el dolor eso no es posible porque el cuerpo —sede del dolor— no puede ser
anulado sin destruir la propia existencia [2, p.118].
La
persona humana —consuetudinariamente abierta al mundo y al prójimo— con el
dolor se cierra:
En el dolor físico, la sensibilidad perceptiva corpórea,
que normalmente está abierta al mundo, retorna hacia lo interior, retrocede,
sin ninguna salida intencional, sin ninguna tensión hacia el/lo otro, encerrada
en una posible revelación inesperada de sí misma [24, p.232].
En la filosofía contemporánea es la
fenomenología la que más explícitamente se ocupó del dolor, precisamente porque
el «cuerpo vivo», es decir el cuerpo entendido como el modo de existir y de
entrar en contacto con el mundo (estado?de?yecto)
asume una valencia alienante
(literalmente «ajena», «extraña») cuando «duele» manifestándose como un
obstáculo y una limitación, en vez de una oportunidad de apertura. El «cuerpo doliente» es des?aprobado (dys?appearance) dis?turba, molesta. En
cambio, en situaciones de bienestar físico, el cuerpo des?aparece (dis?appearance)
del campo perceptivo, volviéndose cuasi-transparente y uniéndonos a lo que nos rodea en un reconocimiento corporal pre-reflectively,
más aún: «Mi cuerpo no es un objeto temático de mi experiencia» [11]. Con el
dolor el cuerpo obscurece nuestra visión y bloquea nuestra sensación perceptiva
e intelectiva «convirtiéndose en una barrera a toda otra comprensión o
percepción externa» [29] o desvirtuando la misma [1, p.507]. Si bien el cuerpo
es una presencia constante de nuestra existencia, se caracteriza también por su
ausencia, puesto que es muy raramente el objeto de la experiencia de un
individuo. Normalmente la atención está dirigida hacia el mundo externo y
raramente se detiene en nuestra propia encarnación. El cuerpo comúnmente tiende
a desaparecer de nuestra atención mientras funcione sin problemas. Es el dolor
el que nos recuerda su existencia. Apenas surgen las disfunciones, es
precisamente en ese momento y en esas situaciones fuera del estado ordinario
deseado, en el que se experimenta la auto-percepción corporal y la
autorreferencialidad potencialmente invalidante.
En sustancia, el dolor nos lleva a no
sentirnos cómodos en/con el propio cuerpo. A experimentarlo como ajeno o
invasivo, fuente de sinsabores y de padecimientos.
Sin embargo, no sólo aliena el cuerpo sino que también afecta la entera
existencia del individuo, sus proyectos y sus objetivos; lo absorbe de modo
negativo, obstaculizándole las acciones.
Un cuerpo doliente puede impedir pasear,
jugar, participar activamente de una conversación, pero además la extensión del
dolor (àlgos) del cuerpo al
padecimiento (pàthos) de la psique
subvierte toda la existencia de un ser humano. Sea el dolor crónico, sea el extraordinario
y agudo como el que ocurre en la tortura.
Como señala Scarry [23]
torturar a una persona implica enajenarla no sólo de su cuerpo sino también de
su entero mundo circundante. Normalmente la tortura recurre a objetos
cotidianos (la cama, la bañera, sillas, una mesa, una manguera, un velador, un
cuchillo de cocina, una toalla de baño) transformándolos en armas para infligir
dolor a la víctima, extrañándolo de su cotidianeidad. Así, el mundo de todos
los días —no obstante su familiar apariencia— se transmuta en un ambiente
hostil. Además los interrogatorios y el aislamiento destruyen la capacidad de
la víctima de expresarse adecuadamente.
La perduración del dolor causa también un colapso de todas las tentativas
de la víctima de volver a encontrar un sentido y un objetivo, al dificultar la
auto-comprensión de lo sucedido. La tortura evidencia de manera extrema las
características salientes presentes en cada manifestación de dolor severo: la
experiencia de la más absoluta pasividad y del sometimiento extremo.
Contrariando la admonición bíblica
(«Parirás con dolor y ganarás el pan con el sudor de tu frente») lo opuesto al
dolor no es el placer sino el trabajo:
«(…) el dolor destruye el mundo del individuo mientras que el trabajo lo crea»
[23, p.381]. Para comprender este concepto se puede recurrir también a la
experiencia del (trabajo) de parto: «Muchas mujeres declaran que dar a luz a un
niño fue para ellas el goce más grande de sus vidas y a la vez el más grande
dolor: pero el sufrimiento estuvo del
todo ausente» [10, p.209]. Tal como señalara Nietzsche, cuando el dolor está
dirigido a un objetivo cargado de significado —como generar una nueva vida— el
sufrimiento tiende a desaparecer o a resultar tolerable. Desde este punto de
vista el dolor, aun cuando no se pueda suprimir, puede ser refutado o por lo menos sublimado mediante la postulación de un
significado que vuelva a dar sentido a la vida. Encontrarse sumergido en el
dolor debería convertirse en un incentivo para realizar las actividades necesarias
que nos impidan sucumbir ante el sufrimiento y restituir el sentido a nuestra
existencia.
Si bien es cierto que el dolor puede
transmutar los valores y la conducta volviéndolos más auténticos, el dolor
crónico distorsiona el mundo porque ya no es posible vivir como antes.
Ante un dolor invasivo e invalidante, el equilibrio entre pensamiento?cuerpo?mundo se interrumpe, focalizando la propia
atención únicamente en el dolor que se siente cuando, por ejemplo, se realizan
movimientos que antes eran cumplidos autónomamente y sin problemas con lo que
se requiere ahora una mayor carga de energía física y mental adicionales para
poderlo cumplir. Se experimenta, en consecuencia, una radical contracción del
propio mundo que será diluido ante la primeridad de un simple acto,
sumergiéndose en una existencia llena de renuncias.
Asimismo, el dolor puede ser visto como una
«relación aunada con el mundo»: el sufrimiento del cuerpo se proyecta en el
mundo exterior, el cual deviene absolutamente hostil, creado a imagen y
semejanza de una psique sufriente y dolorosa [4]. Las personas que no sufren son
capaces de abrirse a los otros, mientras el dolor las encierra en sí mismas.
Cuanto más fuerte es el dolor más deviene el cuerpo en una prisión y tanto más
se restringe su realidad hasta el punto de que la existencia se detiene. Esta
característica nos permite concebir el dolor como una experiencia puramente
individual, intransferible, que no puede ser compartida con los otros. Por ello
la soledad es una característica pregnante de quien sufre:
El
dolor nos vuelve solitarios porque, por un lado, el elemento repelente estrecha
la vida y por el otro, aleja cada vez más a quien observa: en este proceso el
dolor se hace cada vez más y más íntimo, hasta el momento de la muerte y la
preanuncia. Y la muerte es siempre mía y solamente mía. El círculo de soledad se
refuerza por sí mismo puesto que por un lado el dolor nos vuelve objetivamente
extraños a los otros y por el otro es el sufriente el que se vuelve extraño al
mundo a causa de su dolor [19, p.29].
Sin
embargo, suele persistir la voluntad de salir de este aislamiento y unirse a
los otros. Cuando la comunicación se quiebra y las palabras no logran expresar
el sufrimiento interviene el lamento o el llanto como última tentativa de dar
cuenta del drama vivido:
El
sufrimiento no se limita a ser, sino a ser en exceso. Sufrir siempre es sufrir
demasiado. Se evidencia, a partir de aquí, la paradoja de la relación con el
otro. Por un lado, soy yo quien sufre y no el otro, los lugares que ocupamos no
son intercambiables; por otro lado no obstante todo y a pesar de la separación,
el sufrimiento que se manifiesta en el lamento es una llamada dirigida al otro:
pedido, quizás imposible, de responder sin reservas [22, p. 68].
Cuando el dolor deviene «grito» se abre al
mundo de relaciones del individuo y este aspecto debe ser considerado para
comprender más profundamente esta experiencia. Pero la percepción y la
percepción del dolor son construcciones sociales, culturales y epocales. En
efecto, el umbral de percepción del dolor y del sufrimiento difiere en
condiciones sociales y culturales diversas, así como sexuales y de época [10 p.
57-8]. Asimismo no sólo lo condiciona el pasado sino también el futuro, la
prognosis de ese dolor y sufrimiento: el futuro se asocia normalmente a la
esperanza y a la posibilidad de modificación del actual estado de cosas. Por
ello la pérdida de esta perspectiva (por edad, por contexto o por enfermedad
terminal) se revela como la causa más grande de sufrimiento y de persistencia
del dolor: la convicción de que nunca terminará, sobre todo porque desnuda al
individuo de todos los ropajes ilusorios, obligándolo a confrontarse con la
realidad extrema de su proprio fin y por ende con las razones de la esperanza.
El dolor modifica el modo de interpretar el pasado y el futuro por lo que el
pasado deviene frecuentemente como el paraíso perdido, mientras el futuro asume
una connotación negativa, de ulteriores y mayores sufrimientos sin solución de
continuidad hasta la extinción de nuestra vida [26].
La vida humana fluye, transcurre, posee una estructura temporal desde un inicio
hasta un fin (abierto o cerrado) que es o es percibida como una «narrativa»
para referirse a la cual hemos aprendido (como nos enseñara L. Wittgenstein)
una serie de géneros discursivos que evidencian el misterio de todos los misterios:
nuestra conciencia —que es en definitiva de lo que se trata—: «La comprensión
que cada uno tiene de sí mismo es narrativa: no puedo concebirme a mí mismo ni
fuera del tiempo ni, por ende, más allá del relato» [21, p.8]. Y
el dolor lo que hace es comprimir toda nuestra existencia en el presente de
este mi intransferible sufrimiento, rompiendo la estructura narrativa del fluir
temporal, destruyendo nuestra propia identidad (que, repetimos, es siempre
narrativa).
El sufrimiento físico puede ser influido también
por eventos que impiden la realización de los valores que son basilares para un
individuo. Por ejemplo, el dolor artrítico en los dedos que impiden a un músico
profesional tocar un instrumento es mucho más importante para él que para
cualquier otra persona que encontrase menor obstáculo para desarrollar su
profesión. Es decir, el sufrimiento conexo al dolor depende de los valores y de
los juicios que guían la vida del ser humano y vuelven las cosas que le ocurren
más o menos significativas para él [27].
En este punto, como conclusión
absolutamente operativa, estamos habilitados a postular que la filosofía así
delineada, abandona el mero conocimiento objetual y se abre a la emoción y, a
la larga, representa una válida fuente de ayuda y de cura, no sólo para sí
(uno) mismo sino también para los otros (mi relación con los otros),
transformándose así en una efectiva y aún no debidamente explotada terapia lingüística. O, en términos
heideggerianos, comprender que los problemas humanos no son problemas burdamente
«materiales» —aun cuando impliquen una dimensión material que debe también ser
atendida— sino filosóficos. Y los problemas filosóficos, no se pueden ni
absolver ni disolver, solamente resolver.
[*] La presente es la cuarta y última de una serie de notas editoriales dedicadas a un esbozo de la epistemología del dolor, en el contexto de la historia de la filosofía y de la ciencia occidental y de cómo esa concepción condicionó la investigación científica sobre la cuestión y las principales líneas de investigación pertinentes y sus consecuentes prácticas derivadas.
Referencias
29.
Zeiler K. A phenomenological analysis of bodily self-awareness in the
experience of pain and pleasure: on dys-appearance and eu-appearance, Med Health Care Philos 2010;13 (4): 333-42.
doi: 10.1007/s11019-010-9237-4.
Esta traducción, así como las sucesivas, son propias
salvo eventual indicación en contrario.
Así, en
la filosofía antigua el dolor fue considerado un evento extraordinario que rompe el orden armonioso de la
existencia, por lo cual correspondería a los placeres restablecer el equilibrio
o compensar al doliente por sus pérdidas. Con el Cristianismo, el dolor asume
una valencia positiva: se trata de una ocasión preciosa de renovación existencial.
La solución propuesta por los filósofos racionalistas fue la de eliminar la
consistencia del dolor (debilidad intolerable) en una cosmovisión en la cual
todo tiene su razón suficiente. Por su
parte para Nietzsche el problema no es el sufrimiento sino su falta de sentido.
El «último hombre» al no tener un Dios disuelve el sentido del sufrimiento. La
única salida es la rebelión y la voluntad exuberante del «superhombre» que
permitiría superar (a pocos) los límites impuestos por las fuerzas cósmicas.
El étimo latino de «mover» es precisamente «(ex)movere» es decir «ir hacia fuera»
cuyo significado no sólo se refiere a un movimiento físico sino también a un
acicate para la acción. Es decir, el dolor como motor para el hacer, así como
?análogamente en la obra de Peirce? la duda es el motor para la acción y
particularmente para la investigación.
Kay Toombs describió de manera precisa cómo su mundo
fue drásticamente modificado por la esclerosis múltiple, transformando su modo
de pensar, probar sensaciones y actuar: «Observo estudiantes que corren por el
campus universitario y colegas que suben las escaleras y me sorprendo de la
capacidad de cumplir estas acciones sin esfuerzo. Aun intentándolo, no logro
más recordar la última vez que subí una escalera. Y no puedo recordar ni
imaginar la sensación física del movimiento» [28, p. 254].
Buenos Aires – diciembre 2017
ISSN 0001 - 6896 (impresa)