«El viaje que nos es dado es enteramente
imaginario:
he aquí su fuerza, va de la vida a la
muerte.
Hombres, bestias, ciudades y cosas: es
todo inventado».
Disminuir la trascendencia de Ignaz
Philipp Semmelweis [Budapest 1818-1865] en la historia de la epistemología y de
metodología científica resulta anodino. Sin embargo no deja de ser
inquietante que el poeta del nihilismo radical, del desencanto absoluto con el
género humano, Louis-Ferdinand Céline, le haya dedicado el tema de su tesis
doctoral como médicoa un desesperado humanista
que se sentía cómplice por no poder convencer a sus colegas médicos que
bastaría «hacer lavar las manos a quienes atiendan a las mujeres encintas» para
evitar la «hecatombe de parturientas».
El problema ?señala Céline? era teórico
y técnico pero también ético. Y tal
vez allí radique precisamente la causa remota de su nihilismo. En efecto, la
teoría microbiana de las enfermedades contagiosas habría de ser descripta en
1840 por Friedrich Henle pero seguiría sin ser admitida por la comunidad médica
por décadas «simplemente por perseverancia maligna, por vil desprecio hacia la
vida». Por ello, Semmelweis se
consideraba un enviado:
El destino me eligió para ser el misionero de la
verdad en cuanto a las medidas que se deben adoptar para evitar y combatir la
fiebre puerperal. Dejé, desde hace ya largo tiempo, de responder a los ataques
de los cuales soy constantemente objeto; el orden de las cosas deberá probar a
mis adversarios que siempre he tenido razón sin que deba seguir participando en
las inútiles polémicas que ya no pueden servir en nada al progreso de la verdad.
Y eso lo convertía, más allá de la
admiración de Céline, en víctima de su genio: «Por deber hacia la verdad
debemos señalar un grave defecto de Semmelweis: ser brutal en todo y en particular consigo mismo». Mas su brutalidad resulta
directamente proporcional a lo evidente de la explicación: «[Semmelweis] desesperará
al afirmar que son los dedos de los estudiantes, contaminados por las recientes
disecciones, atendiendo luego a las mujeres en gravidez, los que llevan los
agentes cadavéricos a sus órganos genitales» y es por ello que reaccionará con virulencia
creciente a las insensatas réplicas «quiso así derribar todas las puertas
hostiles pero, en su vana tentativa, se hirió cruelmente. Esas puertas se
abrirían sólo después de su muerte».
Ya como estudiante de la Universidad de
Viena, lo aburrían que las lecciones fuesen absolutamente «teóricas, hasta tal
punto de resultar totalmente inútiles para la causa que lo absorbía, el dolor y
el sufrimiento de los enfermos». Luego de graduarse con una curiosa tesis sobre
la vida de las plantas, ingresa como practicante en el reparto de obstetricia,
particularmente encargado del estudio y disección de los cadáveres de mujeres
fallecidas durante el parto, en intervenciones ginecológicas o por «fiebres
repentinas». Ejercita también como asistente en uno de los pabellones de obstetricia
al que calificará de «carnicería». Esta práctica lo conmueve profundamente:
solo en agosto de 1842 muere el 27% de las parturientas atendidas; el 20% en
octubre y el 33% en noviembre y diciembre. Céline explica que las mujeres «prefieren
parir en las calles o, mejor aún, en sus casas donde los peligros son
infinitamente menores, reduciéndose la mortalidad ?salvo complicaciones? al 0,5%».
Semmelweis vive cada muerte como una tortura: «No puedo reposar, el sonido de
la campanilla que anuncia la llegada del sacerdote que llega dar el viático a
las agonizantes, me lacera en lo profundo del alma». En una carta a su amigo Lajos
Markusovsky, confiesa:
Todos los horrores cotidianos, ante los cuales me
siento impotente, me atormentan. No puedo seguir en este estado en el cual todo
resulta oscuro salvo el número de muertos, siempre creciente. (...) ¿Pero, por
qué, por qué mueren cada vez más, inmediatamente después del parto y por qué
mueren más del doble de las que paren en el reparto de enfrente? (...) Las
causas cósmicas, telúricas, hidrométricas, que son invocadas a propósito de las
puerperales, no pueden tener fundamento dado que se registran más decesos en
nuestro reparto que en el vecino. O en otros hospitales de la ciudad. ¿Por qué?
Por meses y meses el joven médico
estudia cada posible detalle, cada diferencia entre ambos repartos, hasta que
finalmente identifica una única, insignificante, trascendental diferencia: el
reparto del doctor Bartch ?su vecino? emplea parteras, el del doctor Klein, el
suyo, emplea estudiantes de medicina. Propone entonces un intercambio de
parteras y de estudiantes y la consecuencia fue perturbadora: «La muerte siguió a los estudiantes de
medicina, las estadísticas se invirtieron totalmente». La reacción de Klein
fue, simplemente, criminal. Molesto con su asistente, genial e insolente, se
empeñó en «sofocar la verdad por todos los medios»: acusó a los estudiantes
extranjeros [SIC], despidió a la mitad de sus alumnos, denunció una
conspiración política anarquista en su contra... La respuesta de Semmelweis fue
simple y «brutal»: colocar lavabos al ingreso de la clínica, obligando a
estudiantes, médicos y parteras a lavarse atentamente las manos antes de tocar
a las parturientas. Joh Klein, por el contrario, encontraba «los lavabos absolutamente
indignos». La guerra entre ambos, que como toda guerra cobra vidas humanas,
duró meses. Semmelweis no cejó en su insistencia, más aún «introdujo en los
baños una solución de cloruro de cal en la cual absolutamente todos deberían
lavarse cuidadosamente las manos antes de iniciar cualquier acción con una
mujer grávida». Como señala poéticamente Céline: «Así, sin haberlos visto,
Semmelweis había tocado los microbios» (1936: 87) y los había aniquilado pero
no habría de poder convencer, por el resto de su vida a los escépticos: «Las
manos pueden infectar por simple contacto, hayan manejado o no cadáveres. Las
manos infectas [SIC], asesinan»
escribirá en una carta a la administración del hospital del cual será
cesanteado, como explica en la misma, por haberse negado «a autorizar el pago
de cien pares de sábanas nuevas, ordenadas por el director del hospital;
constituye un gasto totalmente inútil por haber centenares, en dotación, aún
sin usar. Las manos infectas, repito,
asesinan».
A fines de 1848 regresó a Budapest, sufrió
la persecución política y académica; vivió agobiado por las deudas y con la
salud quebrada. «Fue poseído por la risa, por la venganza, por la bondad,
sucesivamente y sin orden lógico. (...) Había descubierto la verdad y se
negaron a verla». Murió delirante y desesperado el 13 de agosto
de 1865 sin saber que millones de mujeres y niños le habrían de deber sus vidas.
In
memoriam
Ciento cincuenta años después, el 4 de agosto de 2015,
falleció Juan Enrique Azcoaga,[1925] cofundador de nuestra revista; neurolingüística
y neuropsicólogo de reconocimiento internacional. A pesar de su sincera modestia,
seguramente nadie considerará que sea un exceso concluir esta nota editorial con
su recuerdo. En muchos y tantos modos su genio, su humanidad y su valor no
fueron menores a los de Semmelweis y, afortunadamente para nosotros y para él,
su partida no ocurrió ni en soledad ni en delirio, sino en paz y con el afecto de
su familia, de sus colegas y alumnos y, principalmente, de sus infinitamente agradecidos
pacientes.